El perrito bilingûe
Llegamos a Pantipata faltando diez minutos para las once de la noche. Siete horas de viaje desde el Cusco por una carretera hecha por el diablo. Dos sociólogos, un antropólogo y yo, el comunicador social y responsable. Éramos el equipo de relaciones comunitarias contratado por una empresa experta en proyectos hidroenergéticos, el equipo de avanzada. Un día antes nos habíamos reunido en trabajo de gabinete. El entusiasmo era evidente, era tanta la alegría que empezamos esa reunión fijando el día de “salida de campo”. Ni modo, así es este trabajo.
Así, llegamos con los implementos de trabajo. La misión era levantar un diagnósticos social y productivo (sí, aunque usted no lo crea, otro más de los tantos que hay en estos trópicos) y un informe preliminar de la zona de influencia directa para un proyecto de represamiento de aguas en el río Apurimac. La empresa quería saber quiénes se iban a sentar al otro lado de la mesa si el proyecto de factibilidad daba resultados positivos. De tal modo que llegamos esa noche y la comunidad campesina estaba de fiesta. Aquella ruta de horas de cansancio extremo sirvió para que- como casi todo en la ruralidad de la serranía peruana- atendiéramos a esa rigurosísima incapacidad del estado- municipios- en ejecutar obras de infraestructura vial que acerquen los pueblos hacia los mercados. En fin, allí estábamos en medio de una población de cuatrocientos habitantes en el día de su aniversario de reconocimiento como pueblo no-olvidado-y-oficial-del-Perú.
Hicimos buenas migas, al fin y al cabo, con dos sociólogos, un antropólogo y un comunicador, algo de amistad se puede conseguir. Al día siguiente y los días posteriores cumplimos con la misión de levantar el diagnóstico, no sin antes tener reuniones con los dirigentes locales, con los representantes de los programas sociales y con cuánto líder y poblador había, según la “metodología” ¿no? Además fuimos- creo- recibidos con alegría por casi todos y con tibieza por algunos. A los cinco días, tal como lo planeado, representantes (sí estimado, no se equivoca usted, - los buenos tipos de relaciones comunitarias) llegaban en tres camionetas cuando oscurecía. En eso se escucha una frenada repentina y los aullidos terribles de un perro. Así es, el perrito moriría horas después languideciendo en los brazos de una pequeña niña que no paraba de llorar. La escena, por supuesto, era desesperante y triste.
Y la niña era hija de aquellos que nos recibieron con tibieza. Ya se imaginará usted que pasó. Reunión extraordinaria de la comunidad para resolver la situación delicada. No solo podíamos perder lo ganado en aquellos días de extenuante y frío trabajo sino algo peor, que el proyecto se retrase o en caso extremo la comunidad no otorgue el “permiso social”, como le llaman. Ya casi a dos horas de conversación y con algunos comuneros molestos con todo el derecho y otros dispuestos a despedirnos a la fuerza, alguien sugirió que se debía dar una compensación por el “impacto negativo” (eufemismo técnico de la “muerte del perrito”) Y así se procedió.
Nosotros dijimos que aunque la muerte de un ser no tiene precio igual creíamos que algo de justicia había, así que presurosos señalamos un número. Desde atrás el padre de la niñita se acercó y en voz alta, en quechua y español dijo: “mi perrito era cariñoso con mi hija, ello lo quería mucho, pero además era bilingüe”. Algunos nos miramos sorprendidos y yo ni corto ni perezoso extrañado por tal afirmación insistí saber a qué se refería con “bilingüe”. Bueno, señor ingeniero (es que para algunos todos somos ingenieros) mi perro -hasta ahora no me acuerdo el nombre- entendía quechua y español. Yo le decía “hamuy” o “ven” y me hacía caso. ¿Entiende usted?” Algunos nos miramos, nuevamente sorprendidos y ante tal contundencia solo atinamos a pagar lo que pedía.